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El baúl de Mawey

MIL HORAS DE AZAR. 3

"HELENA"

En una habitación vieja y carcomida de un hotel sin estrellas, una chica medio desnuda se encuentra sentada delante de una desvencijada y carcomida mesita de escritorio. Sostiene en su mano inmóvil un bolígrafo.

"Querido Julián:"

Desesperada porque no encontraba las palabras, Helena arrugó la hoja, dejándola caer al suelo. La alfombra estaba sembrada de bolitas de papel, convertida en un pequeño cementerio de ilusiones y desesperación.
Tomó de nuevo aire, y abriendo el quejoso cajoncito de la mesita, cogió otra cuartilla; miró al papel; acercó su mano y... nada.
No querían brotar las palabras. Era inútil.

Una ráfaga de aire sacude los amarillentos visillos de la ventana, y de improviso la cuartilla vuela lentamente hasta la cama.

Observaba la escena, resignada. El papel en blanco fue a parar sobre su cama, tan vacía y arrugada como sus cuartillas.

Es una noche de Agosto, el calor es agobiante. Sobre la deshecha cama descansa un viejo vestido negro, corto y escotado. Helena empuja su sillón arrastrándolo con las piernas y tira de la cadenita de la lámpara de sobremesa como quien acaba de ir al retrete. Se dirige al interruptor de la luz del techo y lo golpea.

Todo crujía en su habitación, desde el suelo hasta la tapa del váter. No aguantaba la luz de esa sucia bombilla, rodeada de un techo salpicado de desconchones y manchas de humedad. Además se encontraba en bragas y sujetador, y no quería que al asomarse a la ventana los mirones le dieran el coñazo con sus miradas y silbiditos de costumbre.

Acerca el vago sillón hasta las cortinas y tanteando coge de la mesita el cenicero, el tabaco y el mechero. De un tirón corre los visillos y abre la ventana de par en par. Se sienta sobre el sillón, con las piernas dobladas y los pies sobre el asiento, mientras enciende un pitillo y mira el cielo.

Le llegaba bien claro el bullicio del bulevar.
¡Por qué, maldita sea, por qué no encontraba las palabras adecuadas, por qué morían los sentimientos en su mano!. Odiaba esas malditas cuartillas blancas, odiaba ese pequeño y sucio cuarto.

La ceniza cae sola sobre el cenicero. Gritos y risas en la calle. El aire entra a ráfagas refrescantes, que le acarician el rostro y le mecen el pelo.

¡Qué placer, después de tanto calor!. Cerró los ojos un instante. Pero sin querer su mente se disparó, soñando con unas manos, aquellas manos... no; maldita sea, otra vez no; tenía que intentar controlar su desbordante imaginación.

Aplasta violentamente la colilla contra el cenicero y se levanta de un salto del sillón, que se queja de nuevo por tan repentino abandono. Se dirije al baño, enciende la luz y se pone ante el espejo.

Intentó pintarse un poco en aquel diminuto y rajado espejo. Pero la brocha se quedó quieta un instante, mientras su mirada se perdía, como si buscara a alguien. Hacía ya mucho tiempo que no había visto su cuerpo desnudo, reflejado completamente en un espejo. Tan solo veía unos ojos, unos labios, una pálida tez manchada, llena de defectos, acentuados por los desconchones y las rajas de aquel maldito espejito, que le mostraba los peores detalles de un rostro que no reconocía como el suyo.

Se cepilla con fuerza el pelo y deja caer el cepillo. Se pone una diadema recogiendo su melena rubia y ayudada por la luz del baño, sale tanteando hasta alcanzar la cama. Se embute el vestido negro. Abre el cajón de la mesilla de noche y recoge algunas monedas, su teléfono móvil y unas pulseras. Sus pies tantean el suelo hasta calzarse los zapatos que se esconden avergonzados bajo la mesilla. En un bolso de tela que cuelga del perchero de la entrada guarda unas cuartillas, el bolígrafo, el dinero y sus gafas. Coge la llave de la habitación, se para un instante para mirar la habitación antes de salir, y cierra de un portazo.

-Buenas noches, ahora vengo Mateo -Helena dejó caer bruscamente la llave sobre el mostrador de recepción, saliendo rápidamente del hotel.
-De acuerdo, señorita, buenas noches -contestó Mateo. Al aire.

Cruza la calle hacia el bulevar, dirigiéndose a la terraza del hotel. Su mirada busca una mesa libre.

El bulevar estaba más repleto de lo que imaginaba. Por fin encontró una mesita vacía junto a otra donde dos hombres vestidos con corbata, se llenaban de papeles, junto a un par de jarras de cerveza. Hablaban acaloradamente sin parar, asi que supuso que no le darían la lata, "o eso espero", pensó.

Se acerca a la mesa y se sienta de espaldas a ellos. En ese momento las voces de aquellos hombres se apagan repentinamente.

"Lo que me faltaba, hoy no, por favor" pensó asustada.

Pasados unos interminables segundos, los dos hombres vuelven a charlar atropelladamente.

No pudo evitar escucharles, pues hablan sin reparo, en un tono brusco y fuerte: Negocios, dinero, mujeres. "Qué aburridos son estos ejecutivillos agresivos".
-¿Qué va a tomar? -la voz del camarero la sorprendió por la espalda.
-Un café solo con hielo, en vaso grande, y póngale un chorrito de crema de orujo, por favor.

Mientras el camarero se retira saca el tabaco, el mechero y sus cuartillas. Pone el cenicero encima de las mismas, no sea que el viento quiera robarle de nuevo sus palabras, y su mano, armada del bolígrafo, se acerca sigilosamente al papel.

"Querido Julián:"

Su pulsera repiquetea sobre la mesa metálica. Los hombres callan de repente.

"Mierda". Fastidiada por las llamativas pulseritas, pensó para sí que todo lo que la rodeaba sonaba, todo hablaba, todo crujía, que todas las cosas y las personas que la rodeaban parecían tener mucho que decir, incluso sus propias pulseras.
Todo el mundo, menos ella. Y su mano se paralizó, muerta de miedo.
-Perdone, ¿podría darme fuego? -lo que faltaba, uno de esos tipos se atrevía a pedirle fuego. Helena miró de reojo a la mesa de aquellos tipos. Su cenicero estaba lleno de colillas.
"¡Qué desfachatez, que forma tan torpe de ligar!" pensó enfadada.

Sin mirar al hombre a los ojos le acerca en silencio el mechero.
Escucha el chasquido de la piedra y una bocanada de aire.

No. No pensaba regalarle ni una mirada ni una sonrisa.

-Gracias.
-No hay de qué -contesta en tono seco y distante. De nuevo suena la silla metálica detrás suya, al ser arrastrada cuando el hombre toma asiento. Silencio. Los hombres vuelven a su conversación.

"¡Menos mal!" suspiró aliviada.
Bien, de nuevo el papel, ahí delante, en blanco. Acercó temblando su mano.
- "No, no puede ser, otra interrupción, es increible" -.

-¿Podría darme algo, por favor?.
Un mendigo de aspecto joven, de rostro delgado, vestido con un pordiosero y enorme abrigo, extiende hacia ella su mano: Una mano seca, arrugada y sucia.

Aquella mano no temblaba; no se movía; parecía más bien que la estuviera señalando.
Entonces Helena dió un respingo. El mendigo la miraba fijamente a los ojos. Y su mirada era totalmente inexpresiva.

-Lo siento, estoy pelada -responde azorada, girando la vista.
Pero aquella mano sigue allí, estirada. Aquella mirada sigue observándola.

"Joder "pensó," no me lo voy a despegar en todo el rato".

-Deja en paz a la señorita; toma, yo te doy algo, márchate -la voz que dice esto es la misma que le ha pedido fuego un instante antes.
De repente, se escucha la voz del mendigo, bien clara y serena:
-Hijo de puta -dice el mendigo mirando a los ojos del hombre. Sin moverse, sin inmutarse.

Estupor en los ojos de Helena, que no pudo evitar girarse para mirar asombrada.

-¿Como dices, fulano? -chirría la silla metálica y el hombre encorbatado se levanta- ,repítelo otra vez si te atreves, anda.

Helena no podía dar crédito a la escena. El hombre de corbata llevaba la camisa remangada y parecía bastante corpulento. El mendigo parecía un canijo a su lado, un desgraciado y pobre despojo. Pero sin embargo el mendigo no se movía. Miraba fijamente al hombretón, aprentando en su puño cerrado las monedas que el hombre le había entregado.

-Hijo de puta -repite muy despacio y claro el mendigo.
El hombretón se acerca a él rápidamente con el puño levantado, cuando en ese momento un chillido agudo y contínuo sacude el aire, al mismo tiempo que un golpe violento, metálico y grave, se extiende atronador por el aire.

"¡Dios mío!". Helena, atónita, empujó de un golpe su mesa al girar bruscamente su cuerpo, asustada.

La mesa donde se sentaban los dos hombres de negocios se encuentra aplastada. En el suelo, entre cristales, papeles y sillas tiradas, yace el compañero del hombretón. Sobre él, un desfigurado cuerpo toma una imposible postura, como si se tratara de una marioneta abandonada. Ambos se encuentran inmóviles en el suelo, encharcados en sangre. Tan solo sigue el mismo histérico chillido agudo que corta la respiración.

A Helena le entraban unas ganas tremendas de girarse hacia la mujer que gritaba para darla de bofetadas y callarla. Sus ojos bailaban locos sobre la escena. La gente la empujaba, arremolinándose alrededor de la doblada mesa, de los cuerpos caídos en el suelo.
-¡Un médico! -gritaba alguien.
-¡Que alguien llame a una ambulancia! -gritaba otro.
En medio del caos, Helena buscó con la mirada al otro hombretón y al mendigo. Asombro en sus ojos. Habían desaparecido.

Se levanta despacio de su silla olvidando en la mesa sus cuartillas, las pulseras y el boligrafo. Tiembla sin parar.

Sólo deseaba regresar a su asqueroso, aunque repentinamente querido, cuarto. Helena cruzó a toda velocidad la calle para entrar en el hotel.

Mientras cruza la calle, el viento empuja las cuartillas abandonadas sobre la mesita de la terraza.

"Querido julián:"

Sin más palabras, la cuartilla vuela por el aire hasta posarse casualmente al lado de la persona que, como una marioneta rota, yace sobre la aplastada mesa.

Miguel Ángel W. "Mawey"
1 de Julio del 2004 ®

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